Portada » Editorial El Contrapunto 25/10/2022

Hubo un tiempo en el que el Movimiento Feminista pretendía defender los derechos de la mujer. Nacido a finales del siglo 18, con la publicación de la obra “Vindicación de los derechos de la mujer”, de la filósofa inglesa Mary Wolls-tone-craft, sentó las bases de una corriente que, cuestionando la visión androcéntrica de la sociedad patriarcal, reclamaba la equidad de género y el derecho de las mujeres a ser reconocidas como sujetos de pleno derecho. Su espíritu era claro y justo: ningún ser humano debe ser privado de bien o derecho alguno a causa de su sexo. 

A mediados del Siglo 19, el movimiento sufragista ganó fuerza en Estados Unidos y en el Reino Unido. Aquí en España, aún tardó casi un siglo más. Fue el 1 de octubre de 1931, hace 91 años, cuando las mujeres vieron reconocido su derecho al voto. En contra de lo que enarbola el revisionismo histórico, no fue la izquierda quien peleó por ese derecho. La diputada Victoria Kent, de Izquierda Republicana, y la del PSOE, Margarita Nelken, votaron en contra. Fue Clara Campoamor, del Partido Radical de Alejandro Lerroux, la más firme defensora. Una mujer que murió exiliada en Suiza. Tuvo que huir de España durante la Guerra Civil porque, tras publicar los desmanes de los republicanos en Madrid, corría el riesgo de ser asesinada por el Frente Popular. 

El Feminismo ha ido evolucionando a lo largo de los tiempos. En los años sesenta, enarboló la bandera de la liberación sexual, que se convirtió en referente contracultural de la generación Beat, el amor libre y el movimiento hippie. “Haz el amor y no la guerra” fue el gran eslogan que hizo fortuna en pleno apogeo de las críticas a la participación de Estados Unidos en la Guerra de Vietnam. 

Pero esos parámetros, que hasta entonces habían basado sus postulados en la “igualdad” entre hombre y mujer, fueron evolucionando hacia posturas supremacistas de la condición femenina. El término “machismo” dejó de ser el antónimo de “feminismo” para convertirse en una herramienta para criminalizar a los varones. 

El feminismo del siglo 21 se ha convertido en una corriente que es capaz de definir una inocente relación sexual entre un hombre y una mujer como una violación del macho hacia la hembra. La ministra de Igualdad, Irene Montero, ante cualquier postura que ella no comparta, trata de desacreditarla tildándola de fascista, machista y fruto de lo que ella llama heteropatriarcado dominante. La militante de Podemos y activista LGTBI, Beatriz Gimeno, a la que nombró directora del Instituto de la Mujer, aseguró que la heterosexualidad no es la manera natural de vivir la sexualidad, y llegó a reclamar la penetración anal de los hombres para alcanzar la igualdad. 

Pero la ingeniería social de este radicalismo no termina ahí. La obsesión de Irene Montero es sacar adelante su Ley Trans. Una norma legal que pretende institucionalizar la autodeterminación de sexo. Es decir, que cualquier persona, incluso menor de edad, pueda cambiar la mención registral de su sexo, sin necesidad de someterse a asesoría psicológica o médica. Ni tan siquiera, al consejo de sus padres, si tiene menos de 18 años.  Eso ha provocado una nueva fisura en el gobierno. Los postulados del “feminismo tradicional” que defendía la ex vicepresidenta del gobierno, Carmen Calvo, han sido derrotados.

Se han impuesto las exigencias más radicales de Irene Montero, que despojan a las mujeres de su condición femenina. Ahora, cualquier hombre que así lo desee, podrá exigir ser tratado, legal y socialmente, como una mujer. 

La nueva norma rompe todos los parámetros de la racionalidad. Y la primera evidencia de que existen diferencias biológicas entre el sexo masculino y el femenino, la estamos viendo en el mundo del deporte. 

Will Thomas es un nadador, nacido en 1999 en Austin, Tejas. Su palmarés deportivo no era demasiado brillante mientras competía en las categorías masculinas. Nunca llegó a entrar entre los 400 mejores nadadores de su nivel. La temporada 2019 / 2020 fue la última en la que participó como hombre. Se sometió a un proceso de cambio de sexo, y ahora es Lia Thomas, una deportista transgénero de 22 años que pulveriza todos los récords que pueden alcanzar las mujeres nadadoras. Durante 20 años estuvo desarrollando los músculos propios que genera la testosterona de un hombre.

Una fuerza física que no desaparece, ni siquiera, después de un año de tratamiento con supresores. Ahora, gana competiciones sin parar. Ninguna mujer es capaz de superar a la nueva competidora. El deporte es una disciplina basada en la igualdad de condiciones de los participantes. Gana el que, gracias a su esfuerzo, concentración y entrenamiento, corre más rápido, salta más alto o resulta más fuerte. “Altius, Ciitius, Fortius”. 

Hace unos días, 16 integrantes del equipo de natación femenino de la Universidad de Pensilvania enviaron una carta, tanto a la escuela como a las autoridades de la Liga deportiva, para denunciar la injusticia, y el temor que tienen a ser acusadas de transfobia.

En círculos del deporte profesional se empieza a analizar la situación como algo similar al dopaje, a la irregularidad que supone que un competidor, a base de administrarse anabolizantes y compuestos artificiales, pretenda convertirse en lo que no es. 

En España, la izquierda social comunista que nos gobierna ha decidido censurar este debate. La Asociación Congreso Nacional Mujeres y Deporte, se ha visto obligada a cancelar el Tercer Congreso Estatal que tenía previsto celebrar los próximos días 2 y 3 de diciembre en Las Palmas, ante la decisión del Cabildo de Gran Canaria, gobernado por Nueva Canarias y PSOE, de prohibir una mesa de debate acerca de la inclusión de personas trans en las categorías femeninas. 

Una de las ponentes que debía participar en esa mesa redonda es la especialista en derecho deportivo, Irene Aguiar. Quién ha mostrado su sorpresa ante el hecho de que haya sido una mujer, la consejera de Igualdad del Cabildo, Sara Ramírez Mesa, la que haya censurado a las mujeres que pretendían debatir libremente acerca de este asunto. Y también ante las palabras de otra mujer, Laura Fuentes, que es la coordinadora general de Podemos de Gran Canaria, que ha acusado a las organizadoras del debate de tránsfobas y generadoras de odio. 

El año pasado, el gobierno de Canarias, presidido por los socialistas, aprobó por unanimidad su nueva ley transgenerista, en la que se reconoce la libre autodeterminación de la identidad y expresión de género de las personas, y el cambio de sexo registral sin un informe médico que haya valorado la patología de disforia de género. 

Y ese sinsentido es el que pretende implantar Irene Montero a nivel nacional con su nueva Ley Trans. Una norma que desprecia la condición femenina, que deja sin protección a las mujeres, que genera críticas entre las feministas, y que pretende que la Seguridad Social, con nuestro impuestos, sufrague la operación de cambio de sexo de cualquier persona, sin informes médicos o psicológicos, mientras que no cubre ni el dentista para nuestros hijos, ni las gafas para nuestros ancianos. 

Cada vez que Irene Montero acusa a la derecha de machista y de atentar contra los derechos de las mujeres, debería plantearse quién es, en realidad, la que intenta borrar los derechos de las mujeres de nuestra sociedad. 

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