Anda revuelta la izquierda española. Y los puñales vuelan, de unos contra otros. Pablo Iglesias se ha quejado de la “ensalada de hostias” —perdonen, pero es literal— que le ha dispensado Yolanda Diaz.
La vicepresidenta del gobierno, que pretende ser el nuevo referente de la izquierda con su plataforma Sumar, ha tildado a Pablo Iglesias de “machista” y “gruñón” en una entrevista, y eso, claro, no le ha sentado nada bien al fundador de Podemos, que ve cómo su partido está siendo ignorado y despreciado por la nueva chica de moda, encumbrada por Pedro Sánchez.
El que fue vicepresidente del gobierno, que abandonó a los ancianos cuando era mando único de las residencias de mayores durante la pandemia, que dimitió del Ejecutivo porque no le gustaba trabajar, que fue expulsado de la política por el triunfo electoral de Isabel Díaz Ayuso y que se maneja mejor como contertulio y predicador televisivo que como gestor, observa angustiado, cómo el partido que él fundó como revulsivo contra la “casta” de la que ahora forma parte, se diluye como un azucarillo, tras el fracaso del comunismo rancio y trasnochado que llevó al consejo de ministros.
Los votantes de izquierdas ya no confían en esos líderes estudiantiles, agitadores de asambleas universitarias y promotores de escraches callejeros. Ahora prefieren a la rubia oxigenada, que cambió las camisetas negras revolucionarias por los trajes sastre de Dior, y las alpargatas de las manifestaciones con el Bloque Nacionalista Galego, por los zapatos de tacón.
Yolanda Díaz no tiene ideario político, ni programa, ni propuestas. Pero es más simpática que el malencarado de la coleta, aunque se la haya cortado, y cae mejor entre los dirigentes de esa nueva izquierda de la Hoz y el Martini, que prefieren el despacho enmoquetado y el coche oficial a la lucha obrera. El chasco, quienes se lo han llevado, han sido las niñatas que juegan a las casitas ministeriales, Irene Montero y Ione Belarra. Aunque también pasaron por la peluquería y renovaron el ropero cuando llegaron al poder, no han conseguido hacerse perdonar, ni siquiera, por los suyos. Sus aberrantes leyes que ponen en libertad a violadores, desprecian la condición femenina con su cruzada “Trans”, o protegen más a las ratas que a las mujeres, las han catalogado como lo que son: unas frívolas que carecen de cualificación para gobernar. Por eso, se han quedado fuera de juego.
Yolanda, en cambio, es otra cosa. Tampoco es que sea un prodigio de la intelectualidad. Pero, por lo menos, nos demostró que había seguido con atención los programas de “Barrio Sésamo”, cando explicó a los niños y las niñas lo que es un ERTE. Ni ella misma sabe muy bien lo que dijo, pero quedó gracioso.
Y ese fue su gran acierto. Consiguió que Pedro Sánchez viera en ella a la marioneta ideal que manejar para controlar el espacio político de izquierdas. Le dio alas, le cedió minutos de protagonismo en la moción de censura de Ramón Tamames, y le otorga un tratamiento que a otros les niega. La vicepresidenta del gobierno es la chica de moda, aunque su proyecto, Sumar, sea como un flotador agujereado.
Eso es lo de menos. Lo importante para Sánchez es sembrar el desconcierto. La izquierda española anda como pollo sin cabeza. Y Pedro Sánchez, que no da puntada sin hilo, sabrá cómo capitalizar ese desbarajuste.
El presidente del gobierno se maneja bien en el caos. El problema es para los demás, que no saben de dónde les caen las bofetadas.
Y Pablo Iglesias ya se ha dado cuenta de que, en la izquierda, el plato de la casa es la “ensalada de hostias”.